«Comunitarismo progresista»: el renacimiento de la socialdemocracia

Desde su surgimiento, la socialdemocracia ha luchado por una solidaridad de valores compartidos, y no de etnicidad compartida, apelando al deseo colectivo de un futuro mejor y no a un retorno al pasado. Su tarea es recuperar ese impulso.


Justin Reynolds

El nuevo autoritarismo que está arrasando con las democracias liberales justifica cada vez más los paralelos con la década de 1930.

Ahora como entonces, los electorados enfrentan múltiples inseguridades: la falta de trabajo decente, el derrumbe de los sistemas de bienestar, las crecientes inequidades y el constante cambio de los patrones migratorios.

Y ahora como entonces hay poca fe en la capacidad de los gobiernos para enfrentar esos problemas, ya que por lo común se los considera como «elites» que se conforman con confiar en la destrucción creativa del mercado o en la habilidad de las comunidades para sostener las solidaridades sociales, incluso mientras sus cambiantes poblaciones atraviesan altibajos. Este debilitamiento ha dejado un vacío en el que se ha introducido la derecha nacionalista con agendas nada ocultas que proponen proteccionismo económico y cierre de fronteras.

Sin embargo, un estudio más pormenorizado de esa funesta década prebélica sugiere tanto oportunidades como peligros. Los años turbulentos en que floreció el fascismo también le dieron forma e impulso a la ideología política que más adelante iba a sostener la era próspera y pacífica de posguerra: la socialdemocracia. Entender cómo surgió la socialdemocracia y por qué resultó exitosa puede ayudar a los progresistas a enfrentar los retos de hoy.

Con frecuencia se considera el fascismo y la socialdemocracia como ideologías radicalmente diferentes, pero ambas emergieron de un pequeño círculo de intelectuales socialistas que intentaban dar respuesta a las condiciones sociales inestables de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX. En un sentido, el fascismo es el «gemelo sombrío» de la socialdemocracia.

Desvanecerse en el aire

Durante esos años, los motores del capitalismo industrial generaron una riqueza sin precedentes y una perturbación social colosal. Las enormes poblaciones urbanas que se habían desarraigado de las antiguas comunidades rurales en busca de trabajo se vieron atrapadas en una vorágine de cambio perpetuo en la cual, según la memorable imagen de Marx, todo lo sólido se desvanecía en el aire.

Cuando recurrieron a los líderes políticos en procura de orden y seguridad, se encontraron con autocomplacencia. Los liberales confiaban en el poder de generar riqueza de un mercado que se autocorregía y los socialistas se aferraban a la ortodoxia marxista según la cual el capitalismo estaba condenado por sus contradicciones internas: la tarea esencial para la izquierda no era reparar un sistema irreparable, sino preparar al proletariado para la crisis final. Los liberales y los socialistas sostenían puntos de vista radicalmente opuestos sobre el capitalismo, pero compartían la reticencia a usar el poder político para manejar el mercado.

Los socialistas revisionistas, impacientes por la «pasividad» marxista y el liberalismo «decadente», impulsaban un socialismo nacional, un comunitarismo patriótico que tendería la mano más allá de la clase trabajadora a pequeños empresarios, artesanos, agricultores y profesionales.

Para ellos, el sentimiento nacional era la única fuerza capaz de unir grupos en apariencia dispares. El espíritu de la nación debería encarnar en un líder carismático preparado para usar el poder del Estado para que el capitalismo funcionara para todas las clases y construyera sistemas de bienestar protectores. No podía haber tolerancia hacia los mercados sin restricciones o hacia el pluralismo democrático, expresiones de la enfermedad liberal que el Estado fascista buscaba curar.

El Estado lo es todo

Las crisis que sucedieron a la Primera Guerra Mundial y la Depresión crearon las condiciones para que los nacionalsocialistas ganaran el poder en Italia y Alemania. Ambos países implementaron políticas económicas intervencionistas, que introdujeron programas de trabajo, proteccionismo, marcos salariales y de precios y control público de las instituciones financieras. Impuestos redistributivos y servicios públicos fuertes contribuían a superar las desigualdades económicas. Y la cohesión social era fomentada por la apelación incesante a las mitologías nacionales –la restauración de la antigua Roma o de una Germania pura– propagadas por Estados totalitarios en los que no había ciudadanos, solo sujetos. En palabras de Mussolini: «para el fascista, todo está en el Estado, y nada humano o espiritual existe, ni mucho menos tiene valor, fuera del Estado».

Hasta el momento en que sobrepasaron sus propios límites, ambos gobiernos fueron exitosos. Sus políticas económicas (que se beneficiaron de un repunte en la economía global) aseguraron el pleno empleo, y el enfoque en el control estatal en lugar de la propiedad señalaba un camino intermedio entre los mercados sin trabas y la nacionalización estalinista. Los programas sociales eran extremadamente populares y las afirmaciones desvergonzadas sobre el destino nacional les daban a muchos un sentido de pertenencia y propósito.

El fascismo mostró cómo se podía resolver el misterio de reconciliar capitalismo y cohesión social, pero a un costo terrible: autoritarismo, racismo, asesinatos en masa y un militarismo que culminó en una guerra catastrófica. Afortunadamente, por el bien de la democracia europea, había otro camino.

De la misma turbulencia revisionista que produjo el nacionalsocialismo surgió un «comunitarismo progresista». Eduard Bernstein, Carlo Rosselli y otros rechazaron el fatalismo marxista –para Bernstein, una suerte de «calvinismo sin Dios»– e instaron a los partidarios de la izquierda a luchar por el poder político para utilizar las imperfectas pero funcionales instituciones políticas y económicas con fines progresistas.

Como los nacionalsocialistas, estos «socialdemócratas» insistían en que el Estado debía trabajar para todos, no solo para el proletariado revolucionario, y en que debía desarrollar mecanismos para regular, antes que eliminar, el sector privado. Aceptaban que la conciencia nacional, si bien volátil, era una fuerza poderosa para la solidaridad social, pero se oponían con firmeza al autoritarismo: el consentimiento democrático era esencial para cultivar un lazo comunitario justo y duradero. Para estos revisionistas democráticos, la democracia social no era un rechazo del liberalismo sino su realización, la confirmación de que los principios del Iluminismo solo podían concretarse en su totalidad mediante la acción colectiva.

El síndrome de Estocolmo

Con consecuencias trágicas, fracasaron en convencer a sus pares alemanes e italianos de adoptar las agendas de reforma, pero la nueva ideología encontró una oportunidad de probarse a sí misma en los márgenes de Europa. Solo entre los principales partidos socialistas del continente, el Partido Socialdemócrata Sueco (SAP, por sus siglas en sueco) adoptó y llevó a cabo un programa socialdemócrata ambicioso. El SAP implementó una estrategia económica intervencionista que apuntaba a todas las clases y grupos sociales y sentó las bases del amplio Estado de bienestar sueco. Y ganó apoyo para su programa a través del voto apelando a una imagen de Suecia como «hogar del pueblo», un folkhemmet dedicado al bien común. En palabras del primer ministro Per Albin: «El buen hogar no reconoce miembros abandonados ni privilegiados, ni hijos favoritos ni hijastros. En el buen hogar hay igualdad, consideración, cooperación y buena voluntad».

El éxito del experimento socialdemócrata sueco anticipó el acuerdo de posguerra en Europa occidental, por el cual un comunitarismo democrático antes que autocrático aseguró la armonía social, la prosperidad y la paz.

El reconocimiento arrepentido del imperativo de reafirmar el control democrático sobre las fuerzas demoníacas del mercado motivó la creación de instituciones internacionales e iniciativas que apuntaban a controlar y encauzar el capitalismo, entre ellas la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, el régimen monetario de Bretton Woods y el Plan Marshall. La socialdemocracia se convirtió en la nueva ortodoxia, y los partidos tradicionales tanto de izquierda como de derecha siguieron estrategias económicas intervencionistas sostenidas por fuertes sistemas de prestaciones sociales.

Solidaridad ilustrada

En su máxima expresión, la solidaridad entre clases sociales que hizo posible la socialdemocracia estaba caracterizada por una aspiración colectiva a un futuro mejor, y no solo por la invocación de identidades étnicas compartidas. En retrospectiva, las décadas de 1950 y 1960 marcaron el punto más alto de la confianza modernista en el progreso: en la capacidad del Estado de manejar ciclos económicos, servicios públicos de calidad y la promesa de la nueva tecnología.

Nuestra inquietud del siglo XXI tiene muchas dimensiones, pero una de ellas es la pérdida de la esperanza de posguerra de que la acción colectiva puede lograr un futuro mejor para todos, la fe en la posibilidad de una solidaridad ilustrada. La derecha populista ha identificado correctamente cierta nostalgia actual por un pasado que modela en términos conservadores, caracterizado por estructuras patriarcales y homogeneidad racial y religiosa. Pero una mirada más detallada sugiere una interpretación diferente: un anhelo progresista por la seguridad y el optimismo de la democracia social de posguerra.

En Gran Bretaña, el curioso fenómeno de la «nostalgia por la austeridad», con sus afiches de «Keep calm» y la tipografía modernista de la década de 1940, la popularidad de filmes y series de televisión como Call the Midwife y The Spirit of ’45, y el homenaje al Servicio Nacional de Salud en la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de 2012 señalan un anhelo popular por la esperanza compartida presente en el nacimiento del Estado de bienestar. El apoyo abrumador a la renacionalización de los ferrocarriles y el apego de la gente a las bibliotecas y las oficinas de correo muestran un deseo perdurable de servicios públicos eficientes. La indignación constante hacia los bancos expresa un deseo de justicia económica, y la moda de la arquitectura modernista, el gusto por la vivienda social de posguerra. La década de 1950 a la que muchos desean retornar no está representada por un suburbio estático, sino por la década optimista del Festival de Gran Bretaña.

Esta nostalgia popular por una era perdida de proyectos sociales visionarios muestra cómo la izquierda de hoy puede desarrollar un comunitarismo progresista para el siglo XXI reimaginando los desafíos contemporáneos –la economía colaborativa, la automatización, el cambio climático– como oportunidades para empresas colectivas audaces.

Enfrentar esos desafíos demanda una izquierda preparada para redescubrir la intuición fundacional de la socialdemocracia: la fe en la capacidad de un Estado democrático de utilizar su poder para el bien de todos. Y sin embargo, los progresistas de hoy parecen curiosamente pasivos, desconfiados de la eficacia del Estado en un mundo globalizado y en la sospecha de que el comunitarismo debe siempre ser reaccionario, subsumiendo la diferencia mediante la invocación de un nacionalismo sentimental.

Pero desde su surgimiento en oposición al fascismo, la socialdemocracia ha luchado por una solidaridad de valores compartidos, y no de etnicidad compartida, apelando al deseo colectivo de un futuro mejor y no a un retorno al pasado. Ese deseo está ahí esperando ser convocado y concretado.

Traducción: María Alejandra Cucchi

Fuente: https://www.socialeurope.eu/2016/12/social-democracy-national-socialism-possibility-progressive-communitarianism/#

Foto: Photolyse

Fuente: «Comunitarismo progresista»: el renacimiento de la socialdemocracia | Nueva Sociedad

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