¿Fue Fidel un ‘dictador’? Una opinión personal

Margot Pepper

Con el actual panorama de los medios de comunicación en Estados Unidos, podría empezar mi artículo sobre Fidel Castro así:

“Con una reputación bien distinta a la de Donald Trump, Fidel Castro era considerado ‘el caballo’. ¿Podría ser la envidia de sus órganos lo que ha motivado realmente el lenguaje altisonante de Trump contra Castro?”. Pero este es un artículo serio sobre un líder serio. Así que empezaremos de otra forma:
Dígale que Castro es un mal chico. Desde que llegó, no puedes conseguir narcóticos […] y tampoco hay prostitución. Hizo realmente la pascua a los turistas. Es realmente un problema este chico.
— Lenny Bruce
En 1992 fui una de los pocos periodistas extranjeros que consiguió un visado para permanecer en la bloqueada isla de Cuba un año entero, en lugar de los habituales uno o dos meses otorgados a los visitantes. Through the Wall: A Year in Havana, del que he extraído algunas partes para este artículo, registra mi experiencia —la de una hija de un productor de Hollywood fichado en la lista negra y nacida en la ciudad de México— durante mi visita a La Habana en 1993, cuando mis ideales radicales fueron puestos a prueba por el año más crítico de la revolución cubana.

Durante mi primera visita a Cuba, varios años antes, siempre que indagué si los cubanos/as creían vivir en una dictadura, me sorprendieron defendiendo a “Fidel” indignados por mis preguntas, como si hubiera insultado a sus madres. Mucho de esto cambió en el Periodo Especial.
La primera vez que vi a Fidel desde lo lejos, en una celebración de Año Nuevo en La Habana, era un diminuto duende verde con una barba blanca. “El loco de corazón puro que ha sido llamado un elfo omnipresente, o el viento que despierta a cada cubano/a”, escribió el poeta mexicano Jaime Sabines. Cuando encontrábamos un hueco libre, Fidel siempre aparecía en la televisión, nos cautivaba y, por mucho que quisiéramos discrepar de él, nos inspiraba para seguir adelante.

La última vez que vi a Fidel, que pasó a mi lado en un pasillo cuando estaba entrevistando a unos delegados del Foro de Sao Paulo, parecía más bien un gigante verde enorme. Pude observar su barba descuidada y escarpada y sus ojos llenos de vida. Quise agradecerle lo que hizo por mejorar las vidas de millones de latinoamericanos no cubanos, incluyendo mi propio novio, que eran mucho más pobres que quienes estamos leyendo este artículo. Así que apagué mi grabadora. Esto disgustó a los políticos del Partido Revolucionario Democrático (PRD) de México que estaba entrevistando. Estos defendían una política de aranceles cero para las importaciones de México, una política que ha transferido beneficios y recursos desde los países del tercer mundo a los países desarrollados, causando la bancarrota de empresas mexicanas.

Es una política que Fidel criticó en el último discurso que le oí pronunciar en este foro. Él ofreció datos precisos, con decimales, con la misma facilidad que un adicto norteamericano a la televisión puede recordar anécdotas de Jeopardy:
Nadie puede afirmar que las condiciones objetivas o subjetivas son favorables en este momento para la construcción del socialismo. Creo que en la actualidad hay otras prioridades […] La batalla más importante en América Latina hoy es, en mi opinión, derrotar al neoliberalismo, porque si no lo hacemos, desapareceremos como estados independientes y nos convertiremos en las colonias que los países del “Tercer Mundo” fuimos una vez.
Que la historia absuelva o no al único presidente que he oído ser nombrado por su nombre de pila dependerá de que la historia sea escrita desde la perspectiva del “Primer Mundo” o del “Tercer Mundo”. La siguiente conversación, que registré en mis memorias, Through the Wall, A Year in Havana, ilustra esto. Guillermo es mi novio y estábamos discutiendo si Fidel era o no un dictador.

“Mira cómo la gente en Bolivia acampó durante días para escuchar a Fidel cuando él visitó el país. Los pobres no creen que sea un dictador”, dice Guillermo, el único no cubano, aparte de mí, que está en el restaurante.

“Así es”, ríe Ulises, tragándose la “s” final como hacen los cubanos. Pasa un pañuelo por su cuero cabelludo perfectamente liso, donde se han formado pequeñas gotas de sudor. Su piel está muy pulida, de color caoba oscuro, con músculos tensos. Parece un tema de una fotografía de Robert Mapplethorpe.

“¿Oíste al nuevo presidente boliviano, al que llaman ‘El Gringo’, Lozada no sé qué? Cuando Fidel abandona Bolivia, ‘El Gringo’ dice: ‘Ahora voy a tener que organizar una campaña para recordar a la gente quién es su verdadero presidente’”. Nos reímos de la masacre involuntaria que el presidente boliviano, educado en Estados Unidos, hizo del idioma español.

Alberto sopla un poco de humo. “Como estaba diciendo, esta es una jerarquía militar vestida de civil y Fidel es general”.

“Con ropa militar”, dice Sixto.

Alberto sonríe. “Las promociones siguen siendo manejadas tal y como se hacía en Sierra Maestra. Nadie quiere estar en desacuerdo con el poder”.

“Sí, pero Alberto —dice Guillermo, gesticulando de forma exagerada—, ¿dime en qué dictadura tiene todo el mundo vivienda y comida, así como educación y atención médica gratuitas? ¿Qué dictador da a la gente el derecho de votar para sacarle del poder?”.

“¡Oh, eso es muy fácil!”, ríe Alberto. “¡El Caballo! ¡Fidel Castro! ¿Ganaré?”.

“Independientemente de su estilo —señala Guillermo—, tal vez nos demos cuenta dentro de veinte años que la de Fidel fue la forma más eficiente, quizá la única, de mantener a Cuba a flote en un mar de codicia empresarial”.

“Gracias”, dice Ulises, levantando su vaso casi vacío para chocar con el de Guillermo con un sonido metálico seco. “Pero te olvidas de un hecho importante. Y es que, al igual que miles de cubanos, luché en la revolución. Pasé mi vida viviendo con errores, fallos, degradaciones, críticas, todo eso. Miles de cubanos murieron por esto. Fidel no hizo la revolución él solo”, Ulises mueve su largo dedo índice en el aire para dar un mayor énfasis a su relato. “Eso no quiere decir que el hombre no sea un genio”, añade, apuntalando con el dedo sus palabras.

“¿Por qué el gobierno de Estados Unidos ha llevado a cabo decenas de atentados contra su vida?”, dice apasionadamente Guillermo mientras agita su copa. “Solo lo intentan con personas que amenazan sus intereses”. Guillermo mira su vaso vacío y chasquea su lengua. “Caramba” [en español en el original, N. del T.], suspira.

Sixto habla suavemente. “Lo que los santeros dicen sobre la paloma blanca que se posó en el hombro de Fidel debe de ser verdad, ¿no? Hasta los asesinos que pasaron la noche durmiendo junto a él cambiaron de opinión por la mañana. Algo le ha protegido en todos esos intentos”.

Mis propias opiniones sobre Fidel se han formado a partir de conversaciones como esta y de mi propia investigación. Según el libro de Carrollee Bengelsdorf, The Problem of Democracy in Cuba (Oxford University Press), tras el triunfo de la revolución, los seguidores de Martí, de los que formaban parte Fidel y Che Guevara, no querían que su sistema se pareciera al de la URSS. Querían permanecer fieles al sueño de Martí de una sociedad construida “con todos” y “por el bien de todos”. Así, dudaron en crear estructuras permanentes de gobierno. Me gusta pensar en este como un periodo anarquista en Cuba.

Tradicionalmente, el control directo de la industria, los ingresos y las políticas que afectan a la vida de uno por parte de los trabajadores, sin un estado o vanguardia ejerciendo de intermediario (la famosa “extinción del estado”), ha sido un objetivo con el que anarquistas y socialistas radicales, indistintamente, han estado de acuerdo, pero han diferido en los medios para alcanzarlo.

Lamentablemente, si no hay una estructura, existe una tendencia inconsciente a regresar al status quo anterior. Se necesita más de una generación para cambiar la mentalidad de la gente. Así, aunque se hicieron intentos de poner en práctica la democracia directa, lo que emergió, a pesar de las intenciones en contrario, fue el mismo paternalismo y la misma cadena vertical de mando que estuvieron en vigor en la época colonial.

La ausencia de estructuras formales significó, también, que no había estructuras para salvaguardar los derechos civiles básicos de los cubanos, ni controles ni contrapesos. Si un cubano o cubana tenía un problema, acudía directamente a Fidel. En lugar de crear un proceso democrático por el que los ciudadanos/as pudieran resolver sus propios problemas, Fidel se encargó en persona de resolver problemas tan minúsculos como los frigoríficos rotos. Así, la gente se hizo dependiente de él y Fidel empezó a creer que era el único capaz de resolver los problemas de sus compatriotas.

Ahora que Fidel ha muerto, se pondrá a prueba el éxito del nuevo Che humano imaginado. Si los jóvenes creen realmente que ellos pueden aportar, si están lo suficientemente formados para resistirse a ser comprados por inversores extranjeros o ser seducidos por el consumismo, tal y como imaginaron el Che y Fidel, en la medida en que lo permita la economía capitalista global, la revolución continuará y Cuba habrá derrotado otra vez todos los pronósticos.

Por otra parte, esta “nueva generación”, acostumbrada a un nivel europeo de atención médica, educación, vivienda y alimentación, puede seguir desarrollando todo su potencial, pero si, por el contrario, se golpea la cabeza contra un techo de cristal —un techo impuesto por el estatus empobrecido de Cuba como antigua colonia o por el rechazo de la vieja guardia prosoviética a permitirles participar en la construcción de su propio futuro—, esto podría conducir a la derrota de la revolución. Una cosa es seguro: independientemente de su nivel de descontento, ni un solo cubano/a con el que he hablado quiere reemplazar su sistema por el injusto sistema económico capitalista que tenemos en Estados Unidos, supuesto que se les dé la posibilidad de elegir.

Artículo publicado originalmente en inglés en Was Fidel a “Dictator?” A Personal Account, CounterPunch, 29/11/2016

Traducción: Javier Villate (@bouleusis)