Albert Camus, enemigo implacable de la pena de muerte

Robert Zaretsky

Publicado originalmente en: Albert Camus, the Guillotine’s Relentless Foe, Counterpunch, 23-25/12/2001



Un hombre se despertó antes del amanecer, se vistió silenciosamente para no molestar a su esposa y se dirigió a la ciudad para ver cómo ejecutaban a un hombre. No fue ni la fascinación ni la sed de sangre lo que le empujó a asistir a la ejecución pública, sino un sentido de la justicia ultrajada: en un frenesí asesino, el hombre condenado había apaleado hasta la muerte a un marido y su esposa en su granja, así como a sus hijos. Cuando el hombre regresó a su casa después de la ejecución, corrió junto a su esposa, vomitó en el cuarto de baño y de dejó caer en la cama. Hasta el final de su vida se negó a hablar de lo que había visto aquel día.

Los lectores de Albert Camus reconocerán este relato, que era sobre su padre, Lucien Camus. Sale a la superficie en su primera y última novelas, El extranjero y El primer hombre, así como en su largo ensayo Reflexiones sobre la guillotina, y flota en la superficie de La peste. Esta historia —una de las pocas que la madre de Camus pudo contar a su hijo, que nunca conoció a su padre— impregna la casi totalidad de los escritos de Camus, que fue empujado por el mismo sentido de justicia ultrajada que su padre.

En Albert Camus contre la peine de mort (Gallimard, París, 2011), de Eve Morisi, una colección de extractos de notas y cartas de ficción y no ficción de Camus (muchas nunca publicadas con anterioridad), la autora ha proporcionado un servicio imposible de valorar. A través de su sensible agrupación de trabajos de ficción y no ficción, nos recuerda por qué Camus fue una de las voces morales más influyentes y consistentes del siglo XX. Y por qué sigue siendo relevante para nuestro siglo.

Después de la Segunda Guerra Mundial, Camus se convirtió en la voz más elocuente de la Resistencia francesa, y habló en nombre de presos políticos condenados en todo el mundo, protestando contra —en palabras de Morisi— el "estado mortífero en todas sus formas". Las cartas de este volumen sirven para seguir el rastro de las intervenciones de Camus en favor de los presos políticos en la España de Franco y la Rusia de Stalin, en Europa del Este, Irán, Vietnam y Grecia. El libro subraya su infatigable insistencia en la integridad y coherencia morales.

'Han muerto demasiados hombres'


Un episodio particularmente revelador, que nos habla de su papel en la épuration (purga) en la Francia liberada, muestra cómo Camus reveló públicamente su cambio de actitud. Como editor del periódico de la Resistencia COMBAT, escribió una serie de editoriales en el verano y el otoño de 1944 en los que pedía el empleo rápido y contundente de la pena capital. Este fue un cambio radical para alguien que había sido, durante mucho tiempo, un pacifista y un decidido adversario de la pena de muerte. Sin embargo, incluso antes de la liberación de Francia, Camus había defendido la decisión de Charles de Gaulle de ejecutar a Pierre Pucheu, ministro del Interior en el régimen de Vichy, que había ordenado la ejecución de combatientes de la Resistencia. "Han muerto demasiados hombres a quienes queríamos y respetábamos", escribió Camus. "Demasiados resplandores, traicionados; demasiados valores, humillados [...] incluso para aquellos de nosotros que, en medio de esta batalla, habríamos estado tentados de perdonarle".

El mayor crimen de Pucheu, argumentó Camus, no fue su traición ni las muertes de las que fue responsable. Fue su "falta de imaginación" (Camus parecía referirse a su falta de empatía, el rasgo más fundamental de la humanidad). Como ministro, Pucheu creía que nada había cambiado desde la derrota y la ocupación de Francia. Siguió siendo una criatura del "sistema abstracto y administrativo que siempre había conocido". Firmando esas leyes en la comodidad de su oficina, Pucheu no supo ver que se "transformaron en los albores del terror para los franceses inocentes condenados a muerte".

El crimen de Pucheu obligó a Camus a medir sus palabras: "Es bajo la plena luz de nuestra imaginación que aprendemos a aceptar sin pestañear [...] que la vida de un hombre puede ser suprimida de este mundo". En sus editoriales posteriores a la liberación, Camus se centró en este mismo defecto "banal". A finales de agosto, reaccionando a la tortura y asesinato de 34 franceses por los miembros de la milicia criminal de Vichy, exclamó: "¿Quién se atrevería a hablar aquí de perdón?". Su indignación se centró en la falta de imaginación del torturador. Después de retratar la escena en la que se encontraron los cuerpos, Camus concluyó: "Dos hombres frente a frente, uno de ellos se prepara para arrancarle las uñas al otro que le mira mientras lo hace". Preguntado si había lugar en la Francia de la posguerra para los hombres que cometieron tales crímenes, Camus respondió: "No, no lo hay".

Hasta que la purga revolucionaria terminó en una serie de juicios inconsistentes, acompañados de actos sumarios de venganza disfrazados de justicia. Cuando el malestar de Camus iba en aumento se celebró el juicio contra Robert Brasillach. Este, escritor y ardiente colaboracionista, fue juzgado culpable de traición y sentenciado a morir a comienzos de 1945. El escritor Marcel Aymé contactó con Camus: ¿aceptaría firmar una petición a De Gaulle pidiéndole que conmutara la pena de muerte de Brasillach por una de cadena perpetua?

François Mauriac, cuyas credenciales como miembro de la Resistencia y escritor eran quizás mayores que las de Camus, había firmado la petición. Católico devoto, Mauriac ya había chocado con Camus con motivo de la purga. Mauriac, que era el más viejo de los dos, insistió en la necesidad de la clemencia y la reconciliación nacional, pero el apasionado pied noir replicó que la reconciliación nacional solo podía desarrollarse sobre la base de una justicia implacable.

'Vamos a necesitar caridad'


Cuando los juicios se convirtieron en una farsa, Camus admitió: "Ahora vemos que el Sr. Mauriac tenía razón: vamos a necesitar caridad". Pero Mauriac rechazó librarle de toda culpa: agradeció con desdén a "nuestro joven maestro" por haber hablado desde "las alturas de las obras que aún ha de escribir". Camus replicó que la reputación de hombre compasivo de Mauriac era irrelevante para la generación que él, Camus, representaba: el cristianismo no significaba nada para "aquellos que en este mundo atormentado creen que Cristo murió para salvar a otros, pero que no murió para salvarnos a nosotros". Y así, "rechazaremos siempre la divina caridad que frustra la justicia de los hombres".

Pero Camus firmó la petición de Brasillach, abrazando, una vez más, su firme e imperecedera oposición a la pena de muerte. En su carta a Aymé, explicó: "Siempre he sostenido que la pena de muerte es un horror y he considerado que, al menos como individuo, no podría participar en ella, ni siquiera mediante la abstención. Eso es todo. Y esto es un escrúpulo que supongo que haría reír a los amigos de Brasillach". Un año más tarde, hablando en una conferencia católica, Camus se refirió a su primer enfrentamiento con Mauriac y reconoció, de nuevo, que Mauriac tenía razón.

Aunque esta confesión puede ser conocida por los lectores, tal vez ignoren las intervenciones de Camus durante la guerra de Argelia por la independencia. A raíz de su intento fallido de 1956 para mediar en el logro de la paz en su país nativo, Camus se había retirado de la arena pública, negándose a hablar o escribir sobre un tema que parecía irresoluble. Horrorizado por la violencia de los "ultras" franceses, no menos que por la del FLN, y no estando convencido de su anterior creencia de que los pieds noirs y los árabes estaban "condenados a vivir juntos", Camus guardó silencio.

Sin embargo, entre bambalinas Camus seguía activo, sin desmayo. Su biógrafo, Oliver Todd, señaló que Camus intervino al menos en 150 casos, la mayoría de los cuales eran penas de muerte. Y la publicación de las cartas que revelan la postura valerosa y consistente de Camus en este periodo es otro de los grandes méritos del libro de Morisi. Los abogados que defendían a los argelinos condenados pedían, una y otra vez, a Camus que interviniera. Y una y otra vez, Camus intervino. Leía cuidadosamente los dosieres, señalaba las características distintivas del caso e insistía en que la paz duradera en Argelia no podría lograrse jamás por medio de la guillotina.

Camus leía y contestaba a estas solicitudes con rapidez. Con frecuencia, los condenados se preparaban para morir mientras sus abogados escribían o telefoneaban, frenéticamente, a Camus. Hubo un elemento dramático, y a veces aterrador, en estos intercambios. Gisèle Halimi escribió una breve carta a Camus en la que simplemente le decía: "Debe ayudarnos". Germaine Tillion le transmitió su "agonía" sobre el destino inminente de los argelinos condenados. Y si viejo amigo Yves Deschezelles terminó su carta con un ruego: "¡Dios mío, tienes que gritar!". En cada uno de estos casos, a pesar de su actitud profundamente conflictiva hacia el futuro de la Argelia francesa y el destino de su propia familia y amigos, Camus siempre respondió.

No está claro hasta qué punto sus intervenciones influyeron en los hombres poderosos a los que escribió. En algunos casos, las sentencias fueron conmutadas; en otros, fueron ejecutadas. Pero en sus cartas a presidentes y primeros ministros, Camus siempre recordaba el inmenso poder que estos hombres habían alcanzado por medio de las elecciones populares. Detrás de estos recuerdos subyace la insistencia de Camus en la realidad que hay detrás de las frías frases burocráticas. Nunca quiso que sus interlocutores escondieran la finalidad de la pena capital. Él creía que nunca debemos sofocar la imaginación moral para representar lo que estamos haciendo a uno de los nuestros.



Robert Zaretsky es profesor de Historia en el Honors College de la Universidad de Houston, Texas, y autor de Albert Camus: Elements of a Life (Cornell University Press, 2010) y coautor de France and Its Empire Since 1870 (Oxford University Press, 2010).

Traducción: Javier Villate

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